LA MALDICIÓN DE MINERVA - LORD BYRON
La Maldición,
es una imprecación de la diosa Atenea contra el responsable de la práctica
sustracción de innumerables fragmentos del Partenón que aún permanecen en el Museo Británico.
-Sorprendentemente, el poeta emplea el equivalente latino del nombre de Atenea-.
Thomas Bruce, Conde de Elgin compró a precio de saldo al gobierno
turco, más de la mitad de las tallas ornamentales del Partenón; 75 metros de un total de
160 que formaban el friso que rodeaba el templo, además de 15 metopas y otros
17 grandes tramos decorativos del mismo, enviando a Londres asimismo fragmentos
de otros edificios de la
Acrópolis, como el Erecteion,
los Propileos y el templo de Atenea Niké.
Lord Byron calificó muy negativamente la acción de
Lord Elgin. En La Maldición
de Minerva, el poeta dramatiza una conversación con la propia Atenea,
quien a través de sus versos lanza una condenación eterna sobre Lord Elgin:
Sobre
las colinas de Morea desciende lento el sol poniente, más bello aún en su
última hora. No es una claridad apagada como
en nuestros climas del norte, es una llama sin sombra, una luz viva. Los rayos
dorados que lanza sobre el mar tranquilo doran la cresta de la ola que ondea
viviente. A la vieja roca de Egina y
a la isla de Hidra, el dios de la alegría envía una sonrisa de
despedida; suspende su curso para iluminar todavía las regiones que ama, pero
de las que sus templos han desaparecido. La sombra de las montañas desciende
rápidamente y viene a besar el glorioso golfo, ¡indomable Salamina! Sus arcos de azur, se extienden a lo lejos en el horizonte,
se revisten de un púrpura más oscuro bajo el calor de su mirada; aquí y allá,
sobre sus cumbres, unos tonos más claros atestiguan la felicidad de su paso y
reflejan los colores del cielo, hasta que al final, su luz se oculta a las
miradas de la tierra y del océano, y, tras la roca deDelfos se
apaga y se duerme.
Fue
un atardecer como este cuando lanzó su rayo más pálido, cuando tu sabio, oh, Atenas, lo vio por
última vez. ¡Con qué ansiedad los mejores de entre tus hijos siguieron con la
mirada su agonizante brillo, cuya partida daba paso al último día de Sócrates inmolado! –¡Todavía no! ¡Todavía no!-.
El
sol se detiene en la colina, prolonga la hora preciosa del último adiós; pero a
la mirada de alguien que va a morir, triste es su luz, sombríos son los tonos
antes tan suaves de la montaña. Febo parece lanzar un velo de tristeza sobre
esta tierra amable, esta tierra a la cual, hasta entonces, había sonreído; pero
antes de desaparecer tras la cima del Citeron,
el golpe de muerte ya estaba dado, el alma había emprendido su vuelo, el alma
del que desdeñó lamentarse o escapar, que vivió
y murió como nadie más sabrá vivir o morir.
Pero
ved: desde las alturas del Himeto o la llanura, la reina de la noche
toma posesión de su silencioso imperio; ningún vapor húmedo, anunciador de la
tormenta, apaga su hermosa frente ni ciñe sus brillantes contornos. La columna
saluda con agradecimiento la llegada del astro cuya cornisa refleja sus rayos
y, desde lo alto del minarete, la luna creciente, su emblema, se ilumina con el
fuego. Las ramas de olivo extendidas a lo lejos, hasta los lugares donde la
suave corriente del Cefiso pasea su hilo de oro; el ciprés
melancólico cerca de la santa mezquita, el sonriente mirador y su brillante
torrecilla y, cerca del templo de Teseo,
esa palmera solitaria elevándose triste y sombría en medio de la sagrada
quietud; todos los objetos revestidos de tonos variados, cautivan la vista. Sería
muy insensible aquel que los mirara con indiferencia.
El
mar Egeo, cuya
voz no se oye a esta distancia, calma la cólera de sus olas; su vasto seno,
reflejando colores más suaves, se desdobla en amplios
mantos de oro y zafiro, mezclados con las sombras de tantas islas lejanas cuyo
sombrío aspecto contrasta con la sonrisa del Océano.
Fue así como, en el templo de Palas, yo observaba la
belleza del paisaje y del mar, solo, sin amigos, en esta magnífica orilla cuyas
obras maestras y hazañas ya no viven más que en el canto de los poetas.
Mientras mi mirada erraba sobre este edificio incomparable, sagrado por los
dioses, pero inseguro por el hombre, el pasado volvió, el presente pareció
detenerse y la gloria no conoció mejor lugar que su Grecia. Las horas
pasaron, el disco de Diana en la altura alcanzó el centro de su recorrido celeste
y yo seguí sin lanzarme a recorrer aquel templo desierto consagrado a los
dioses desaparecidos, sin retorno, pero sobre todo, a ti, oh, Palas. La luz de
Hécate, recortada por las columnas, caía más melancólica y más hermosa sobre el
mármol helado donde el sonido de mis pasos los asustaba a ellos mismos,
parecido a un eco de muerte que producía escalofríos a mi corazón solitario.
Sumergido
en mis reflexiones buscaba la ayuda de los restos del naufragio de Grecia para
reanimar los recuerdos de su valerosa raza, cuando de pronto una forma
gigantesca avanzó ante mi, y Palas me abordó en su templo.
Sí,
era la mismísima Minerva, pero qué diferente de lo que era cuando aparecía
armada en los campos dárdanos! Ya no era como aquella que apareció bajo el buril
de Fidias: el terror de su frente temible había desaparecido; su inútil égida
ya no mostraba la Gorgona;
su casco estaba golpeado y su lanza rota parecía débil e inofensiva incluso a
ojos de los mortales. La rama de olivo que aún deseaba sostener, se secaba al
contacto de su mano; sus grandes ojos azules, todavía los más bellos del
Olimpo, estaban bañados en celestes lágrimas; la lechuza revoloteaba en torno a
su casco dañado y unía sus gritos lúgubres al dolor de su ama.
–Mortal–,
me dijo: –el enrojecimiento de tus mejillas proclama que eres inglés, nombre,
antaño glorioso de un pueblo que fue el primero en potencia y libertad, decaído
hoy en la estima del mundo, pero sobre todo en la mía; en adelante, Palas
estará a la cabeza de vuestros enemigos.
¿Quieres
saber el motivo de mi desprecio? Extiende la mirada a tu alrededor. Aquí,
superviviente de la guerra y el fuego, he visto caer sucesivamente varias
tiranías; he escapado a la devastación de los turcos y godos y ha sido preciso
que tu país enviara aquí a un expoliador que los superara a todos. Mira este
templo vacío y profanado; cuenta los restos que quedan; unos fueron colocados
por los Cécropes, otros, adornados por Pericles; este monumento fue alzado por
Adriano en los días de la decadencia del arte. Y tengo otras obligaciones de
gratitud; debes saber que Alarico y Elgin han hecho el resto y para que nadie
ignore cual es el país que se ha convertido en un expoliador, el muro indignado
lleva su odioso nombre; así es Palas, tan agradecida, quien protege la gloria
de Elgin: allí está su nombre y ahí arriba reconocerás su obra.
Aquí, los
mismos honores serán rendidos al rey de los godos y al Par escocés. El primero
basó su derecho en la victoria; el segundo, no tuvo ninguno: robó de manera
innoble, lo que otrosmenos bárbaros que él habían conquistado.
Igual
que cuando el león abandona su presa, el lobo llega tras él y luego viene el
cobarde y vil chacal; los primeros devoran la carne y la sangre de la víctima y
el último se contenta con roer los huesos en toda seguridad. Pero los dioses
son justos y los crímenes tienen su castigo. Mira lo que Elgin ha ganado y lo
que ha perdido; otro nombre unido al suyo deshonra mi templo. Diana desdeña
iluminar ese lugar con sus rayos. Las injurias a Palas no han quedado impunes y
Venus ha tomado sobre sí la mitad de la venganza.
Ella
se detuvo un instante y yo me atreví a contestar para calmar el resentimiento
que ardía en su mirada:
–Hija
de Júpiter, en nombre de Inglaterra ultrajada, permite que otro inglés redima
semejante acción. No acuses a Inglaterra; ella no fue su cuna, no, Palas, tu
expoliador es un escocés. ¿Quieres saber cuál es la diferencia? Desde lo alto
de las torres de Pilos, mira a Beocia; nuestra Beocia es Caledonia.- Yo sé con
certeza que sobre este país bastardo, la diosa de la sabiduría nunca tuvo
influencia; es una tierra árida donde la naturaleza está condenada a no
producir más que semillas estériles y espíritus encogidos; el cardo que crece
sobre esta tierra es el emblema de todos los que la habitan; tierra de bajezas,
de sofistas y de embrolladores, inaccesibles a todo sentimiento generoso. Cada
brisa que exhala la montaña brumosa y la llanura pantanosa impregna de pesados
vapores los cerebros húmedos que
se extienden pronto a su alrededor, fangosos, como su suelo, fríos como sus
nieves nativas.
Mil
proyectos de imprudencia y orgullo dispersaron lejos a esta raza de
especuladores. Fueron al este, al oeste, a todas partes, excepto al norte, en
busca de ganancias ilegítimas. Y así fue como un maldito día, un Picto vino
aquí a hacer el papel de ladrón. Entre tanto, Caledonia se honró con algunos
hombres de mérito, como la estúpida Beocia vio nacer a Píndaro. Ojalá pudiera
el pequeño número de sus grandes escritores y de sus valientes conciudadanos
del mundo y vencedores de la muerte, sacudirse el sórdido polvo de semejante
patria y que igualaran en gloria a los hijos de otra orilla más feliz, del mismo modo que antaño, en una ciudad
culpable fueron suficientes diez nombres para salvar a una raza infame.
-Mortal-
respondió la doncella de los ojos azules-, escúchame un poco más y lleva mis
secretos a tu orilla natal. A pesar de mi abatimiento, todavía puedo retirar mi
inspiración a países como el tuyo, y esa será mi venganza. Escucha pues, en
silencio, mis órdenes irrevocables: escucha y cree; el tiempo se encargará de
todo lo demás.
Primero,
mi maldición caerá sobre la cabeza del autor de este crimen, -sobre él y sobre
toda su posteridad: que todos sus hijos sean tan necios como su padre y que no
haya en ellos ni una chispa de inteligencia; si alguno de ellos parece tener
ingenio, haciendo enrojecer a la raza paterna, será un bastardo y procederá de
otra sangre más generosa: que siga con sus charlas y sus artistas mercenarios,
y que los elogios de la Necedad
le compensen del odio de la
Sabiduría; que sigan ensalzando el gusto de su patrón, aquel
cuyo placer más noble le viene de la tierra, es un placer mercantil; aquel que
tiene el talento de vender, y –que ese vergonzoso día permanezca en la
memoria- de representar el estado comprador de sus depredaciones.
Sin
embargo, el Occidente complaciente, el viejo Occidente ladrón, el peor de los
rapaces de Europa, el mejor que posee Inglaterra, vendrá con su mano temblorosa
a devolver cada uno de sus modelos y a los veinte años reconocerá que no es más
que un escolar. Que todos los boxeadores de Saint-Gilles se reúnan, para que se
compare la naturaleza con el arte.
Mientras
que esos ignorantes admiran con estúpida sorpresa la tienda de los mármoles de
su señoría, correrá hacia allí la multitud apresurada de fatuos que vendrán a
arrastrarse y babear; y mucha señorita lánguida lanzará suspirando una mirada
curiosa sobre las gigantescas estatuas, simulando pasear por la sala un
discreto vistazo, no notará menos las anchas espaldas y las vastas
proporciones, deplorará la diferencia entre antes y ahora y gritará: ¡Estos
Griegos eran hombres atractivos! y luego, comparando en voz baja a los hombres
de allí con los nuestros, envidiará a Laïs sus amantes atenienses. ¿Cuando una
señorita moderna encontrará adoradores similares? ¡Ay! ¡Sir Harry no es
Hércules! y en medio de la multitud aturdida, se encontrará quizás un tranquilo
espectador que, lanzando alrededor de él una mirada de dolor mezclada de
indignación, admirará el objeto robado aborreciendo al ladrón.
Oh,
que el odio sea el precio de su rapacidad sacrílega y que envenene su vida, y
que se encarnice también con sus cenizas! La venganza le seguirá más allá de la
tumba. El futuro le pondrá al lado del incendiario de Éfeso; Eróstrato y Elgin,
sobre estos dos nombres juntos pesará la reprobación de los siglos y de la
historia; y la misma maldición espera a estos dos grandes crímenes, de los
cuales el último puede sobrepasar al otro en perversidad.
Que
permanezca pues, eternamente, estatua inmóvil, sobre el pedestal del desprecio,
aunque no es a él solamente a quien golpeará mi venganza; se extenderá también
sobre el futuro de tu patria. Él no ha hecho más que imitar el ejemplo que
Inglaterra misma le dio frecuentemente. Mira la llama que se eleva del seno del
Báltico, y ese viejo aliado que maldice una guerra pérfida. Palas no ha
sancionado tales actos, ella no ha roto el pacto que ella misma había
establecido. Ella se alejó de consejos culpables, de este combate desleal; pero
dejó atrás su égida a la cabeza de Gorgona, don fatal que transformó en mármol
a vuestros amigos y redujo a Albión a permanecer sola en medio del odio
universal.
Mira
a Oriente, donde los pueblos de piel oscura del Ganges sacuden los fundamentos
de vuestro tiránico imperio. La rebelión levanta su siniestra cabeza; la Némesis de la India venga a su hijos
inmolados; rueda sobre sus olas ensangrentadas y reclama del norte la
larga deuda de sangre que contrató con ellos. Así pudierais desaparecer!
Cuando
Palas os dio vuestros privilegios de hombres libres os prohibió hacer esclavos.
Contempla
ahora vuestra España! Estrecha la mano que odia; la estrecha y sin
embargo os rechaza lejos del límite de sus ciudades. Sus campos pueden
decirnos a qué patria pertenecen los valientes que han combatido y han muerto.
Cierto es que Lusitania, generosa aliada, proveyó un débil contingente de
combatientes y a veces de fugitivos. Oh gloriosos campos de batalla! Bravamente
vencidos por el hambre, por primera vez los galos batiéndose en retirada y todo
está dicho! Pero ¿es Palas quien os ha enseñado que una retirada del enemigo
era una compensación suficiente por tres largas olimpiadas fallidas?
En
fin, dirige tus ojos al interior, –es un espectáculo sobre el cual no os gusta
detener la mirada. Ahí encontráis la incurable desesperación y su fiera
sonrisa; la tristeza habita vuestra metrópolis: en vano la orgía hace oír allí
sus aullidos; la miseria cae de agotamiento y el robo corre por sus calles.
Cada uno deplora pérdidas más o menos grandes; el avaro ya no teme nada, pues
no le queda más que perder.
Y
ahora te digo adiós. Disfruta del tiempo que te queda; estrecha la sombra de tu
poder desvanecido, medita sobre el derrumbamiento de tus más queridos
proyectos; vuestra fuerza no es más que una palabra vana y vuestra
aparente opulencia, un sueño.
Ha desaparecido el oro que os envidiaba el
mundo y el poco que aún queda, lo trafican los piratas: los guerreros
autómatas, que se compran en cualquier lugar, ya no vienen en multitud a
enrolarse en vuestras filas mercenarias. Sobre el muelle desierto, el mercader
desocupado contempla con tristeza la carga que ningún navío viene ya a
buscar; ve volver a los mercaderes que no han podido encontrar compradores
y la mercancía se pudre en la orilla herrumbrosa; el artesano afamado
rompe su oficio inútil y su desesperación no espera más que la señal de la
catástrofe que avanza. En el senado de vuestro estado que se hunde, muéstrame
al hombre cuyos consejos tengan algún peso. Entre esos donde reina la palabra,
ninguna voz es poderosa; las facciones mismas dejan de gustar a una tierra
facciosa, pero las sectas rivales agitan esta isla, sudor de Inglaterra, y con
brazo fanático, cada uno a su vez enciende la llama de otras hogueras.
Ya
está hecho, y puesto que las advertencias de Palas son inútiles, las Furias van
a tomar el cetro del que ella abdica y, paseando sobre el rostro del reino sus
antorchas ardientes, sus manos salvajes van a destruir sus entrañas. Pero aún
le queda una crisis por pasar, y la
Galia llorará antes de que Albión lleve sus cadenas. La pompa
de la guerra, el choque de las legiones, esos brillantes uniformes, los sonidos
restallantes del clarín, el sonoro rodar del tambor que envía al enemigo un
belicoso desafío, el héroe que se lanza a la voz de su país, la gloria que
acompaña la muerte del guerrero, todo eso enerva a un joven corazón con
delicias imaginarias y presenta a sus ojos el juego sangriento de las batallas.
Pero
aprende lo que quizá ignoras: son
baratos los laureles que sólo cuestan la muerte; no es en el combate
donde se deleita el caos: es su día de gracia un día de batalla, pero cuando la
victoria ha afirmado que el terreno permanece, aunque húmedo de sangre, es
entonces cuando llega la hora. Sólo conocéis de oídas sus hazañas más atroces;
los campesinos masacrados, las mujeres deshonradas, las casa libradas al
pillaje, las cosechas destruidas, ahí están los males, extraños para aquellos
que nunca inclinaron la frente bajo el yugo vencedor. ¿Con qué ojo vuestros
burgueses fugitivos verán de lejos el incendio devorar sus ciudades y las
llamas lanzar sobre el Támesis espantado su silueta roja?
No te
indignes, Albión, pues te pertenecía la antorcha que desde el Rin hasta el Tajo
encendió parecidas hogueras. Cuando vengan estas calamidades a fundirse en tus
orillas, pegúntate quien, entre estos pueblos y tú, las ha merecido más.
Una
vida por otra, tal es la ley del cielo y de los hombres, y en vano lamentará la
catástrofe, aquella que prendió fuego al conflicto